miércoles, 13 de agosto de 2025
Análisis
El asesinato de Miguel Uribe Turbay reaviva el fantasma de la violencia política en Colombia
El verdadero impacto de su homicidio será si su muerte logra despertar una conciencia colectiva que supere la violencia como forma de incidir en las relaciones de poder
11 de agosto, 2025
Por: Polianalítica
La madrugada del 11 de agosto de 2025 quedará marcada como una herida profunda en la historia reciente de Colombia. Miguel Uribe Turbay, senador del partido Centro Democrático y una de las figuras emergentes del panorama político nacional, falleció tras dos meses de agonía luego de ser víctima de un atentado en pleno mitin político. Su muerte no solo representa una pérdida personal y política, es un recordatorio de que la violencia sigue acechando los espacios democráticos de Colombia.

Con 39 años, Miguel Uribe ya acumulaba una carrera política envidiable, concejal de Bogotá, secretario de Gobierno en la alcaldía de Enrique Peñalosa, candidato a la alcaldía de la capital en 2019 y, desde 2022, senador de la República. Nieto del expresidente Julio César Turbay y huérfano de Diana Turbay, periodista asesinada en 1991 en una operación militar mientras estaba secuestrada por el narcotráfico, Miguel Uribe representaba una generación marcada por la violencia, pero dispuesta a enfrentarla desde la política.

Su postura firme contra el gobierno de Gustavo Petro, su defensa del modelo democrático liberal y su carisma natural le ganaron seguidores en sectores conservadores, empresariales y juveniles. Muchos lo veían como un candidato presidencial sólido para 2026.

El 7 de junio, Uribe Turbay fue atacado durante un mitin en Bogotá. Un adolescente de 15 años le dio un tiro que comprometió su médula espinal. Colombia quedó paralizada. La imagen de un joven político, herido de muerte por ejercer su derecho a la palabra, sacudió incluso a sectores opositores.

Las semanas siguientes fueron capturados varios sospechosos, entre ellos Elder José Arteaga, alias “El Costeño”, vinculado a estructuras criminales con posibles nexos con la Segunda Marquetalia. Aunque la Fiscalía aún no ha esclarecido si el móvil fue estrictamente político o económico, la intención de callar una voz incómoda parece evidente.

Desde todos los rincones del espectro político se alzaron voces de repudio. Gustavo Petro, Iván Duque, Francia Márquez, Alejandro Gaviria, Daniel Quintero y Enrique Peñalosa coincidieron en un mensaje: la violencia política no puede ser normalizada.

Internacionalmente, líderes de América Latina, EEUU y la UE enviaron mensajes de condolencia. La imagen de un país donde se asesina a un candidato en precampaña no pasó desapercibida.

Pocos días después, los discursos en Colombia volvieron a polarizarse. Algunos sectores denunciaron “instrumentalización política del asesinato”; otros, “indolencia frente a una amenaza real”. Mientras tanto, la ciudadanía observa con duda.

Colombia ha visto caer líderes políticos antes: Galán (1989), Jaramillo (1990), Pizarro (1990), Jaime Garzón (1999) y muchos más. A todos los unió el mismo destino, ser silenciados por balas cuando las palabras se volvían peligrosas. La muerte de Miguel Uribe Turbay revive esa tragedia cíclica que parece no cerrarse nunca.

Que él, proveniente de una familia marcada por la violencia del narcotráfico, haya terminado siendo también víctima, parece confirmar que Colombia aún no ha cerrado su capítulo más oscuro.

La pregunta no es solo quién mandó a matar a Miguel Uribe. La pregunta real es: ¿por qué la violencia política sigue estando presente en la forma de hacer política colombiana?

Su legado no se mide solo en proyectos legislativos o discursos. Su verdadero impacto será si su muerte logra despertar una conciencia colectiva que supere la violencia como forma de incidir en las relaciones de poder. Porque mientras los asesinos sigan teniendo eco, la democracia en Colombia seguirá caminando en la cuerda floja.
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