sábado, 18 de octubre de 2025
Análisis
Entre el reconocimiento del Estado de Palestina y el genocidio a comunidades cristianas: La doble moral internacional
Si la defensa de los DDHH es verdaderamente universal, ¿por qué algunas víctimas reciben apoyo masivo y otras permanecen en el olvido? ¿Por qué algunos genocidios son visibles y otros apenas reconocidos como tales?
6 de octubre, 2025
Por: Polianalítica
El reconocimiento de Palestina como Estado soberano no es solo una cuestión geopolítica, sino también un espejo ético que interpela a las democracias occidentales sobre su compromiso con los derechos humanos, el derecho internacional y la coherencia moral. En el contexto actual, donde la ofensiva israelí en la Franja de Gaza ha sido calificada por organismos internacionales y expertos en derecho como una posible forma de genocidio, la presión sobre los países occidentales para tomar una postura clara ha aumentado de forma considerable. Sin embargo, el silencio o la tibieza con la que se aborda esta causa contrasta marcadamente con otras crisis humanitarias, como la persecución y asesinato sistemático de cristianos en varias regiones de África, que rara vez ocupan titulares en medios globales.

Reconocer a Palestina como Estado conlleva múltiples implicaciones. En primer lugar, supone un posicionamiento claro frente al estatus de ocupación que Israel mantiene sobre territorios palestinos desde 1967, y una condena implícita a las políticas de asentamientos, desplazamientos forzados y bloqueos económicos que han llevado a una profunda crisis humanitaria. Para países europeos y norteamericanos, que tradicionalmente han apoyado el principio de autodeterminación de los pueblos, este reconocimiento representaría una coherencia esperada, pero que choca con sus alianzas estratégicas y económicas con Israel.

En segundo lugar, el reconocimiento oficial de Palestina podría abrir la puerta a una reconfiguración de las relaciones internacionales, especialmente en foros como la ONU, donde el Estado palestino busca una membresía plena. Si bien más de 140 países ya lo han reconocido, el peso político y económico de potencias occidentales como Estados Unidos y Alemania, sigue siendo determinante para legitimar dicho estatus a nivel global. Así, el acto de reconocer a Palestina es tanto una declaración simbólica como una decisión con efectos diplomáticos concretos, que puede tensar relaciones bilaterales, modificar tratados comerciales o redefinir alianzas militares.

Sin embargo, el debate sobre Palestina revela una asimetría inquietante en la forma en que Occidente distribuye su empatía y atención. Mientras millones de personas se movilizan en Europa y América en defensa de Gaza, crisis igualmente trágicas, como el asesinato de comunidades cristianas en Nigeria, la República Democrática del Congo o Burkina Faso, apenas logran traspasar el cerco mediático. En estos países africanos, grupos armados islamistas han atacado iglesias, aldeas y centros de culto, dejando miles de muertos en los últimos años, con una sistemática indiferencia por parte de la comunidad internacional.

Esta disparidad en la atención no busca restar legitimidad a la causa palestina, sino señalar una inconsistencia que mina la autoridad moral de muchos gobiernos y organismos. Si la defensa de los DDHH es verdaderamente universal, ¿por qué algunas víctimas reciben apoyo masivo y otras permanecen en el olvido? ¿Por qué algunos “genocidios” son “visibles” y otros apenas reconocidos como tales?

En este sentido, el reconocimiento de Palestina también debe ser acompañado por una reflexión más profunda sobre los criterios con los que el mundo occidental define sus prioridades humanitarias. La vida de un niño en Gaza no vale más que la de un niño cristiano en una aldea nigeriana. Y, sin embargo, las narrativas, los fondos, la presión diplomática y la cobertura mediática rara vez lo reflejan así.

Finalmente, el reconocimiento de Palestina no debe ser un gesto político vacío ni un acto de revancha ideológica, sino una expresión de justicia histórica que se extienda también a otras regiones invisibilizadas. Si Occidente aspira a sostener un liderazgo moral en el siglo XXI, debe demostrar que su compromiso con los DDHH no está sujeto a intereses geopolíticos selectivos ni a presiones mediáticas coyunturales.

Solo cuando la defensa de la dignidad humana sea coherente y equitativa, se podrá hablar de una comunidad internacional verdaderamente comprometida con la paz.
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